miércoles, 25 de julio de 2012

64.- Memorias Eróticas


Un crucero de lujo, en el que viajan la afamada y maciza actriz Scarlett Johansson y el equipo de rodaje de su última película, naufraga en el Pacífico, frente a una isla desierta paradisiaca. Solo se salvan la guapa artista y un mecánico de la tripulación del barco. Durante meses, esperando a que les rescaten, sobreviven a base de rape, ostras, langostas y frutas tropicales. No se sabe muy bien si debido a su situación de aislamiento, si provocado por la dieta alta en oligoelementos afrodisíacos o simplemente porque son jóvenes y de sexos opuestos, nuestros náufragos entablan una fogosa y ardiente relación sexual que les lleva a hacérselo en la playa, en la jungla, en la montaña, y de nuevo en la playa. Un “no parar”, que se dice.
Sin embargo, con el tiempo, el mecánico se torna inquieto y taciturno, pasa horas oteando el horizonte en busca de un barco que nunca llega. Scarlett, preocupada, le pregunta:
- ¿Te ocurre algo, cari? Te noto inquieto y taciturno
El mecánico, por toda respuesta, se desnuda, y ofreciendo su raído mono azul a la chica, le pide “porfa” que se lo ponga. Scarlett, aunque un tanto extrañada, le complace y se pone el mono. El tío pasa su dedo por un tizón apagado de la hoguera de la noche anterior y le pinta un bigote a la actriz.
- ¡Buah, tío, ya no aguantaba más! – exclama el mecánico, dando unas vigorosas palmadas en la espalda de la rubia – si no se lo cuento a alguien, reviento… ¡No te lo vas a creer, chavalote! ¡Llevo más de tres meses tirándome a Scarlett Johansson




¿Por qué nos cuenta ahora este chiste malo, aquí el “andobas”? – se preguntarán algunos lectores curiosos. Pues porque me viene que ni pintado para presentar el siguiente texto:


El hecho de que yo sea un escritor amateur a la par que mediocre, no quita para que posea los defectos de todos los escritores, que son por naturaleza exhibicionistas, vanidosos y egocéntricos. Meros “cuentacuentos” de pacotilla en busca de lectores, un poco de reconocimiento, cuarto y mitad de halagos, y de paso, de algo de dinerillo en el caso de los más talentosos o afortunados, que de todo hay en el mundo de las letras.

Comencé a escribir mis memorias cuando el médico de cabecera me dijo que me quedaban, a lo sumo, 50 años de vida. Dando por sentado que los avatares de mi existencia eran lo suficientemente anodinos como para no interesar ni al “Tato”, pensé que lo que había que hacer era explotar el cotilla que todos llevamos dentro, y potenciar los aspectos más morbosos y “picantes” de mi humilde paso por este valle de lágrimas. Así pues, firmemente decidido a trascender, di un giro al tono de mis memorias y cargué las tintas en los pasajes puramente carnales. Una vez terminado el primer borrador, y teniendo en cuenta mi fosco estilo directo y chabacano, aquello parecía una puñetera novela porno.



Como el sexo, al menos el bueno, es cosa de dos, o de tres, o de…  el caso es que decidí que aquellas páginas no debían ver la luz, no solo por el respeto debido a la intimidad de las personas aludidas, sino también porque no contaba con su autorización expresa. Mis “Memorias Eróticas” duermen ahora escondidas en un rincón "polvoriento" de mi mente… y es una pena, porque lo que no se sabe, o no se cuenta, no habrá existido nunca. Y a veces, solo a veces, como el mecánico del chiste, me torno inquieto y taciturno, y paso horas oteando el horizonte, en busca de un barco que nunca llega.

Pero como la fantasiosa y romántica introducción que escribí en su día para dicha obra no compromete a nada ni a nadie, he decidido publicarla hoy aquí. Espero contar con la discreción de los cuatro o cinco osad@s que lean esto, y no revelen a nadie lo que aquí se desvela. Tal y como hizo en su día mi querido coronel Sandford, llevándose con él a la tumba tan oscuros y lúbricos secretos.



Rafael Martínez Sainero
"Memorias Eróticas"

Capítulo 1
"El Coronel Sandford"

     El rey de los astros se retiraba con majestuosa parsimonia para descansar tras los palmerales que rendían honores en sus orillas al río sagrado. Los perezosos cocodrilos tomaban los postreros rayos de sol, y en la cubierta del "Cleopatra", un vetusto esquife que cumplía su último servicio como crucero por el Nilo Blanco, paseaba Lady Samantha Delaware, de la estirpe de los Delaware de Devonshire.
     Era Lady Samantha un dama en toda la extensión de la palabra y, por qué no decirlo, en toda la extensión de su esplendoroso cuerpo, ahora oculto bajo un despampanante vestido escotado de vaporoso organdí escarlata. La belleza concentrada en la cadencia con que Lady Samantha desplazaba sus caderas de un lado a otro eclipsaban la del más maravilloso de los ocasos vistos en las riberas del gran río africano.
     Cuando pasó ante nosotros, bajo su blanca sombrilla, inclinó levemente la cabeza en señal de saludo. Las rosas de tela de su pamela se mecían lánguidas con la brisa de la tarde y su sonrisa iluminó mi alma y las de mis compañeros de travesía. Todos nos incorporamos como impulsados por un resorte y devolvimos el saludo levantando ligeramente nuestros salacots. Guardamos un reverencial silencio hasta que su escultural silueta se perdió por la puerta que conducía a los camarotes. Al volver a sentarnos, comprobamos que la naturaleza es sabia y que no solo los salacots se levantan cuando Lady Samantha Delaware pasa ante hombres que se precien de serlo. Todos resoplamos al unísono y volvimos a recostarnos en los confortables butacones de mimbre para disfrutar de la deliciosa brisa ribereña, una buena copa de brandy y de un poco de amena plática.



  Nos encontrábamos reunidos allí el viejo coronel Cleyton Sandford, experto cazador ya retirado; Lord Everett Pillingrim y Sir William Duncan, dos jóvenes y ociosos nobles galeses que habían venido al continente negro en busca de aventuras; Lord Samuel Rowland, grave y circunspecto hombre de negocios, y yo mismo, Ralph Shainer, zoólogo adjunto a la Facultad de Paleontología de la Universidad de Stanfordbridge, en Standford.
     El tema de conversación, que antes del paso de Lady Samantha versaba sobre las costumbres de pastoreo de los massai en las faldas del Kilimanjaro, cambió radicalmente.
- Caballeros - exclamó Lord Everett - constato, a la vista de sus rostros encendidos, que profesan por Lady Samantha similar admiración a la mía propia.
     Sir William Duncan tomó la palabra:
- Admiración es un paupérrimo epíteto que no hace justicia a la rutilante belleza de semejante diosa, mi querido Everett. Yo lo describiría como... ummmm... "adoración absoluta"... sí.... más bien.
     Un desagradable y premeditado carraspeo con profusa emisión de miasmas y mucosidades cortó de raíz la conversación.
- ¡Ejem... ruuummghj!
    Todos volvimos la vista hacia el viejo coronel Sandford, que comenzó a hablar lentamente, con un gutural vozarrón producto de años y años de ingesta de aguardiente barato:
- No dejen que la perfecta morfología de esa estirada y empingorotada grulla calientabraguetas les obnubile la sesera, caballeros. Es evidentemente una frígida sin un gramo de pasión en su mirada y, por ende, en el epicentro de sus caderas
     Sir William, indignado, quiso protestar airadamente ante las ofensivas palabras de Sandford para con la dama, pero se contuvo. El coronel continuó hablando. 
- No tienen ustedes ni idea de lo que es una verdadera mujer... Se dejan fascinar por el decorado de una vanidad premeditada... Belleza sin gracia, anzuelo sin cebo... Yo podría hablarles de pasión, de ardientes momentos de lujuria... ¡De mujeres de verdad!
     Hubo unos momentos de tenso silencio. El coronel Sandford sacó su pipa de la faltriquera y llenóla de tabaco con una parsimonia tal, que nos hizo sospechar a todos que se avecinaba otra de sus batallitas. En efecto, a la tercera bocanada de humo, el viejo se marcó una de aventuras:
- Escuchen bien, caballeros: lo que voy a relatarles ocurrió hace ya muchos años, e incluso hoy, cuando vuelvo a rememorarlo, se me forma un nudo en la garganta. ¡Cof, cof, grrruaffpgh... Sput! – tosió  y escupió sobre cubierta – Disculpen, caballeros, me refería a otro nudo bien distinto a este, que solo ha sido producto de la ingesta incontrolada de brandy.
     El viejo Sandford guardó silencio durante unos instantes, nos pasó revista con una sucinta mirada para comprobar que ninguno de nosotros había huido, y continuó:
- Hallábame por aquellos días acampado en la orilla izquierda del río Zambeze, más allá de las llanuras del Sherenguetti, en un poblado de salvajes sin cristianizar que se llamaban a sí mismos Webó Makelelé Wgana N´gossi, que viene a significar, más o menos, "Aquellos que miran de frente a la muerte mientras cantan a los dioses de la guerra". No quiero aburrirles con complejos análisis semióticos del idioma N´wanga, pero es curioso observar que tan solo la palabra "N´gossi" es la que contiene en su concepto tan larga y ampulosa frase sobre la muerte y la guerra, ya que "Webó Makelelé Wgana" unicamente significa "semos".... A lo que íbamos, señores: Me encontraba allí por motivos de negocio, intentando organizar una peligrosa expedición de caza mayor en las ignotas tierras de los legendarios Tarumbas... ¡Por San Jorge! Puedo asegurarles, sin temor a caer en la exageración, que reclutar indígenas Webó Makelelé Wgana N´gossi para ir a la región de los Tarumbas es el cometido más arduo que un hombre pueda emprender.
- ¿Y en qué radicaba la dificultad, si me permite decirlo, mi querido coronel? - pregunto Lord Everett bostezando para adentro.
- Se lo permito, Everett, muchacho, se lo permito... Pues verá, resultó que aquellos que miran de frente a la muerte mientras cantan a los dioses de la guerra, se cagaban de miedo, con perdón de la expresión, si miraban de frente a los Tarumbas.
- De todo punto comprensible - inquirió Lord Rowland, llevándose a los labios la copa de brandy - tengan ustedes en cuenta que la visión de la vida y la muerte que poseen estos aborígenes es por completo dispar a la que tiene el hombre civilizado. Esto me trae a la memoria el erudito ensayo "Several incapacity of brain process in very black people", obra del insigne antropólogo Sir Ferdinand Triplehornborrows, cuya lectura recomiendo, en el cual compara la capacidad de raciocinio de los negroides con la de un cacahuete.
- Eso es xenofobia - dije.
- ¿Quién? - preguntó Rowland.
- ¿Quién qué? - pregunté yo.
- ¿Quién no fobia? - preguntó de nuevo Rowland.
- No sé a lo que se refiere... - exclamé, desconcertado - Desconozco el significado del verbo "Fobiar"... Yo me refiero a racismo, señores - retomé el hilo del debate - incluso el severo clero anglicano admite la posibilidad de que los salvajes tengan algo parecido a un alma.
- Alma no sé si tendrán los Webó Makelelé Wgana N´gossi - volvió a intervenir el coronel - pero cojones fijo que no... ¡Si serán cagaos!... En fin... Con la venia de Sus Señorías prosigo: 
Ante el retraso de la partida del safari, opté por descansar unos días allí. Una tarde  que me encontraba limpiando la carabina frente a mi tienda de campaña, tuve un curioso encuentro: En lo alto de la colina apareció de repente la silueta dibujada contra el sol de un hombre completamente desfallecido, con sus vestiduras hechas jirones y la muerte dibujada en el rostro. Caminó tambaleándose y se desplomó en mis brazos entre una nube de polvo. Con un violento empujón aparté lejos de mí al famélico mugriento (nunca se sabe qué tipos de enfermedades te pueden contagiar) y el golpe que se propinó en la nuca al caer contra el arcón metálico de las municiones contribuyó sin duda a acelerar aun más su ya inminente muerte. Entre sus continuos balbuceos y esputos sanguinolentos, logré entenderle algunas palabras inconexas:
- La cueva... Las memo...  Las memorias – dicho lo cual feneció.



Me acerqué y procedí a registrarle por si llevaba algún tipo de identificación y, sobre todo, por si llevaba dinero encima. En su faltriquera descubrí su pasaporte, un trozo de tela raída, muy antigua, con un mapa dibujado burdamente y unas palabras escritas con sangre, pero nada, absolutamente nada de efectivo.
Quedé significativamente estupefacto al leer aquello:

“Me estoy muriendo de hambre y frío en una cueva de la vertiente norte de estas horribles montañas que se conocen con el nombre de “Las Perzas de Salomé”. Escribo esto con mi propia sangre como tinta, mi cuchillo como pluma y un trozo de mi camisa como papel. Quien encuentre este mapa, ruegue al Todopoderoso que tenga mayor ventura que yo, y si logra atravesar el desierto y posteriormente escalar la cordillera, pueda llegar a la legendaria ciudad de Papoab, la tierra de las eternas ninfómanas, que yo no he logrado alcanzar, la tierra prometida donde reina la lujuria más desenfrenada y libidinosa. Mi deseo de completar mis “Memorias Eróticas” , las cuales llevo en mi faltriquera, no se verá cumplido con este maravilloso capítulo final, con este exótico broche de oro a una vida libertina y promiscua que sería morir de placer en los brazos de las sacerdotisas supremas del amor. Que lo intente otro con más fortuna que yo. Y ahora ya, sin más rollos, entrego mi alma al Señor”.

José de Silveira y Salaberry

- Chocante – exclamé para mis adentros – Pero ahora estaba clara la cuestión: Este mugriento, cuya merced era, ateniéndonos al pasaporte, la de un portugués llamado Antonio de Leyva y Coimbra de Setúbal y Opañel, y que ahora yacía en el suelo de mi tienda, se había hecho, Dios sabe cómo, con el mapa del mítico explorador don José de Silveira Salaberry, un mapa que es la soñada llave que abre el camino a la legendaria y mítica Papoab, el paraíso de todo “salidorro” que se precie.
Rebusqué en el zurrón del fallecido y encontré un puñado de folios sucios atados con un cordel. Eran sus inconclusas memorias eróticas. Mandé a los Webó Makelelé Wgana N´gossi retirar el cadáver del desgraciado (cosa esta que hicieron con indisimulado regocijo ante la perspectiva de un suculento estofado), preparé una copiosa pipa, me senté cómodamente en el camastro y dispúseme a leer los avatares de la vida sexual del intrépido aventurero.
     El anciano coronel se quedó callado mirando al vacío desde sus gastados ojos hundidos en sus profundas cuencas. Unos pensábamos que había terminado su disertación, otros, que había muerto de una súbita apoplejía. Cualquiera de los dos supuestos era una inmejorable excusa para retirarnos discretamente, por lo que empezamos a levantarnos... Pero hete aquí que una fuerte tos “carraspérica” sacó a Sanford de su ensoñación.
- ¡Ejem... ruuummghj!... Pero ¿Cómo? ¿Ya se retiran ustedes? ¿No les interesa conocer la vida amorosa del portugués muerto?
     Todos le miramos de hito en hito, parpadeando histéricamente. Yo tuve el suficiente valor para arrancarme y decirle la cruda verdad:
- Sinceramente y con el respeto debido, coronel, creo hablar en el nombre de todos si le digo que, sinceramente, la vida sexual del tal Antonio de Leyva o de las del Salaberry se nos da una higa.
- Ahí lo tiene, jovencito, ahí es a donde quería llegar. Durante hora y media de tediosa lectura estuve a punto quemar el manuscrito... Eran vulgaridades, chorradas nimias sin el mínimo interés. No me extrañaba que el pobre portugués se aventurara a cruzar el desierto en busca de las ninfómanas de Papoab. La admiración de todas Vuestras Mercedes por el ridículo contoneo de caderas de la señorita Delaware... ¡Bah!- escupió en el suelo con desprecio y un hilillo de baba se le quedó colgando de la barbilla – Ninguno de ustedes sabe nada de sexo y amor verdadero si no ha escalado las indómitas cumbres de las Perzas de Salomé, si no ha estado en los vergeles “pajarisiácos” de Papoab y no ha sido besado por los labios insaciables de las diosas del amor



     Comprendí entonces, viendo la lágrima que asomaba en el rabillo del ojo del coronel, que Sandford lo había logrado... Había algo en su mirada, un extraño brillo cuando hablaba de la ciudad perdida de Papoab... ¡Estaba diciendo la verdad! ¡Él utilizó el mapa de Silveira y la nota de Leyva como guía para llegar hasta la ciudad de las “ninfoamoniacas”!
- Solo usted me cree, Shainer, ¿No es cierto? – me dijo Sandford, mirando con cara de asco al resto de contertulios – para demostrarles que no miento voy a hacer a este joven un presente y a ustedes no les quedará más que roerse las uñas de envidia cochina.
     Estaba encantado, el viejo me iba a dar el mapa de Silveira... ¡Ya me veía rodeado de ninfas del agarro, nubias cotorreras del gusto dándome placer a espuertas!
      Sandford sacó de una mochililla un puñado de folios raídos y me los entregó. ¿Qué era esto? ¿Acaso una broma de mal gusto? Solo eran las vulgares “Memorias Eróricas”...
- Qué... ¿Qué pasa con el mapa? ¿Y el mapa de Salaberry? – exclamé con voz chillona...
- Lo siento, hijo - contestó el coronel -  la reina de las ninfoamazonas me descubrió el mapa y lo destruyó. Ahora si me disculpan... Se está levantando un relentillo que no le va demasiado bien a mi reúma.
         Sandford se levantó con dificultad de la butaca y se tiró un sonoro cuesco. Se retiró a su camarote y nos dejó allí; a mí con cara de bobo y un montón de papeluchos encima de las rodillas, y al resto partiéndose la caja a puras carcajadas. ¡En fin! Así es la vida... Da igual que durante tu existencia hayas estado en Papoab o que solo dieras un tímido beso en la mejilla a tu prima... Al final, incluso al vetusto coronel Sandford solo le quedará el recuerdo, al igual que al resto de nosotros. Un leve soplo de memoria en el corazón y el deseo de contárselo a alguien. El deseo de compartir... ¿O tan solo el deseo de dar la brasa?

© Rafael Martínez Sainero, Pirata. 
En Guadalajara, a diecisiete días del mes de febrero del año de Nuestro Señor Jesucristo de dos mil y siete.

3 comentarios:

  1. Lo que son las cosas: Nos escribe "El Tato" y nos dice que no es cierto lo que se dice de él en el artículo. Que a él sí que le interesa cualquier cotilleo jugoso, sobre todo si hay "chicha" de por medio.

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  2. Otro comentario vía telepipo de un camionero de Coslada que se equivocó de salida en la M50 y acabó en el Papoab ese, y que según sus propias palabras: "Eso ya no es lo que era... ahora lo han comprado unos inversores de Las Vegas y lo han puesto que parece DisneyWord. Y además las chicas las han sustituido por una poligoneras de Latveria y hay gorilas con pistola y camellos con joroba llena de de "drogaína"

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  3. Un representante diplomático de los Webó Makelelé nos escribe airado por la deplorable imagen que en el post se da a su pueblo. "Es completamente falso, insincero e incierto que un Webó Makelelé, incluso en las épocas del África pre-colonial, utilizara carne de portugués en el estofado"
    Desde "El Pirata, Fanzine" nuestras disculpas al máximo en ese sentío.

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