domingo, 25 de noviembre de 2012

126.- Las Meninas de Velázquez




- Nunca pensé verme posando toda una jornada para terminar confinado en el fondo de un vulgar espejo.
    La grave voz de don Felipe, que había entrado por sorpresa en el obrador, hizo volverse al artista.
- Majestad…
- Don Diego…
    Nicolasillo y Salomón avanzaron hacia el monarca; a saltos el primero, y con la parsimonia a la que obliga la edad extrema, el segundo. Uno meneaba el rabo de contento y el otro dedicaba una exagerada reverencia a su rey. Fácil es pues deducir quien hacía cada cosa, pues lo contrario hubiera sido una imperdonable falta de respeto por parte del bufón y un impensable fenómeno de la Naturaleza por parte del perro. El afectuoso animal, en su instintiva demostración de cariño al recién llegado, mezclaba por la recién pintada basquiña de la infanta Margarita el blanco de plomo con el amarillo de Nápoles, su cola mudada en burda brocha por misterioso privilegio del Destino. Don Diego, apercibido del hecho, guardó para sí las ganas de atizarle al chucho una buena patada en el culo, pues sabía del aprecio que Su Majestad tenía a aquel viejo mastín.



- ¿En qué os hallabais, micer Velázquez? – preguntó el rey mientras dedicaba unas carantoñas a Salomón.
- Intentaba que este diablillo y su condenado perro se estuvieran quietos un momento para perfilar sus retratos, pero ya me los ha alborotado su majestad.
- Maese Velázquez me ha pedido que pusiera la pierna encima de Salomón, Majestad – exclamó alegre Nicolasillo Pertusato – si es menester, vuelvo a hacerlo.
- No, no, Nicolasillo… - dijo don Diego dejando la paleta y los pinceles en la gran mesa que ocupaba el centro de la estancia – ya hemos terminado por hoy, puedes retirarte… ¡Ah! y llévate a este saco de pulgas antes de que termine el cuadro por mí.
    El rey sonrió complacido. Gustaba de la compañía de este andaluz sencillo y honesto al que Dios había otorgado el mayor de los dones, por lo que le admiraba profundamente, y con el que se llevaba muy bien, no en balde habían convivido ambos más de treinta años. Se acercó don Felipe al enorme lienzo en el que trabajaba su pintor de cámara y quedóse pasmado admirándolo.
- ¿Y cómo vais a llamar a esta maravilla?
- Había pensado enLa Familia”, Señor.
- Lacónico nombre, a fe mía – el monarca abrió aun más los ojos y observó detenidamente las magistrales pinceladas de insuperable técnica; mantenía la boca abierta, el leporino labio inferior colgando de tal guisa que parecía que se iba a desprender de su rostro en cualquier momento para caer al suelo como una inerme morcilla burgalesa - ¿Así que “La Familia”, eh?... Pues más parece una pintura dedicada a las meninas de la infanta que a la familia real.
- Las meninas, sí… - Velázquez asintió ante la apreciación real – me gusta ese nombre. Ciertamente esa es la idea de la composición, majestad, destacar lo secundario y llevar el tema principal a un segundo término. Es un retrato de sus majestades y de su bellísima hija, pero también lo es mío, y de Nicolasillo, y de la enana Maribárbola, y de todos los demás que aparecen. Se podría decir que es un cuadro de cuadros, como los que pintan los maestros flamencos, pero sin enmarcarlos. He querido atrapar un instante, un momento íntimo de la vida en palacio, pero ante todo… - a este punto guardó un paréntesis de reflexión don Diego – creo que tenéis razón, en realidad es el cuadro de las meninas, ellas son las verdaderamente retratadas.
- No necesitáis justificar nada, mi querido don Diego, sabe perfectamente Vuestra Merced que tiene mi eterna licencia para pintar lo que le venga en gana, que todo lo que sale de vuestros pinceles lleva la suma perfección al lienzo, y a la excelencia no han de ponérsele trabas, cortapisas o valladares.
- Vuestra Majestad me paga largo hablando así de mi obra – el pintor se limpió las manos con un trapo antes de continuar – También pudiera llamarse “La mirada del rey”, pues todo lo que refleja el lienzo no es más que lo que Vuestra Majestad ve mientras yo le retrato.
- Interesante punto de vista el vuestro, maese Diego.
- Aun lo es mucho mas el de Vuestra Majestad – dijo Velázquez señalando el lienzo – todo aquel que admire esta obra en un futuro, estará viendo a través de vuestros ojos.
    El rey rió de buena gana mientras tomaba asiento.
- ¡Cómo os envidio don Diego!
- ¿Envidiarme, Majestad?... Pero yo solo soy un simple pintor y vos el monarca más grande del orbe.
- No tengáis tanta humildad, micer Velázquez, solo soy rey de un reino dividido y sublevado, la cabeza de un imperio que se desmorona por los cuatro costados. Durante toda mi vida he permitido que me manejaran hombres ambiciosos, aduladores sin escrúpulos… He sido engañado e incluso me atrevería a afirmar que se han burlado de mí.
- Pero Majestad, nadie osaría
- No, no, don Diego, permitidme concluir… Es cierto que malgasté mi tiempo en inútiles fiestas, en correr mujeres y disfrutar de la vida… ¡Bien sabe el Altísimo la de veces que le pedí perdón por mis pecados! Pero vos solo habéis recibido alabanzas. Sois un hombre de familia, un hombre de bien. Se os respeta y admira por vuestro arte. Es de razón pensar que tiempos venideros verán vuestra fama excediendo la mía propia.
- No diga eso, Señor. Siempre habéis querido lo mejor para vuestros súbditos.
- Si, solo buenas intenciones… Tan solo eso.
    El maestro hispalense no contestó; conocía bien a aquel hombre y sabía cuando había que respetar su silencio. Felipe IV de España, apodado “El Grande”, parecía ahora tan pequeño, tan cansado, tan triste. Hundido en aquella silla, ensimismado en oscuros pensamientos y rodeado de los enormes cuadros que vestían las antiguas paredes, parecía un reo que fuera a ser juzgado por la historia.



    Al fondo del obrador la lumbre encendida de la chimenea calentaba a duras penas, y en la espaciosa estancia solo se escuchaba el crepitar de las llamas. Cerca del enorme caballete había una gran mesa con el sobre de piedra de pórfido, y al lado, varios morteros, moletas, espátulas, probetas y numerosos tarros de barro con pinceles manchados. En un oscuro rincón, alejado del ventanal, podían verse varios estantes donde reposaban un número sin cuento de frascos y botes rotulados, conteniendo cada uno un color o un pigmento en polvo, y junto a ellos, en recipientes de tierra cocida y garrafas, una serie de líquidos y productos, desde almáciga, aceite de linaza y de nueces, hasta cera virgen y trementinas.
    El rey se levantó y dirigió sus pasos hacia unos cuadros inconclusos que había apoyados en la pared. La tibia luz de un sol de otoño penetraba por la ventana y oscuras nubes de gris intenso avanzaban desde la sierra, amenazando lluvia.
    Se detuvo ante uno de los retratos de su primera esposa, doña Isabel de Borbón, quien desde el lienzo le devolvía la mirada.
- Nunca quise verla muerta – dijo en voz queda el rey – todos pensaron que mi debilidad de carácter me impedía enfrentarme a su muerte, pero no es cierto. Tan solo quería recordarla como ella era: feliz y llena de vida.
    Quedóse el rey mirando largo tiempo el retrato de Isabel; en los grandes ojos oscuros de la hermosa reina aun brillaba la alegría de esa bella princesita francesa de diez años que le sonrió en la carroza real, hace tanto tiempo, en su Valladolid natal.
    Don Diego de Silva rompió el silencio, una intima pregunta susurrada al aire:
- La echáis de menos ¿No es cierto?
- Con toda el alma, mi querido amigo… - Felipe levantó la vista del cuadro y perdió su mirada tras las gotas de lluvia que golpeaban los cristales de la ventana - …con toda mi alma.
    Su Graciosa Majestad se volvió hacia el artista y suspiró como si acabara de despertar de un profundo sueño.
- Debo dejaros, me espera una de esas tediosas reuniones con don Luis. Para variar, la Corona está en bancarrota, pero el cardenal Mazarino no tiene ninguna consideración con el estado de nuestras arcas y sigue hostigándonos allende los Pirineos.
- Majestad… - don Diego hizo una leve reverencia mientras el rey abandonaba la sala. Antes de salir, y sin volverse hacia su interlocutor, Felipe IV  dijo:
- Preparad vuestro rojo más intenso, don Diego, y pintaos vuestro deseado lagarto en esa obra maestra. Mi intercesión ha obrado de tal guisa que el Consejo al fin ha aprobado vuestra petición de ingreso en la Orden de Santiago. ¡Ah!... y una última observación, maese Velázquez. Debería Vuestra Merced retocar la falda de la infanta; esas abominables pinceladas desmerecen vuestro arte.
    Velázquez miró inquisitivamente al perro, que se había negado a irse con el bufoncillo y dormitaba ahora en un rincón. Complacido, cogió su paleta y removió con el pincel el bermellón. Don Felipe de Austria había salido ya por la puerta del obrador. Enmarcado en el quicio de la misma puerta, apartando una cortina, el jefe de tapiceros de la reina Mariana le observaba inmóvil, inmortalizado para siempre como un fantasma en el espejo.

© Rafael Martínez Sainero, “Pirata” 2012





Es muy difícil describir la fascinación que esta obra maestra despierta en casi todas las personas que han tenido el enorme privilegio de observar su original. Uno se siente encogido ante esta desmesurada exhibición de talento casi inhumano, un estudio de luz que roza la ilusión de las tres dimensiones, donde el hasta el aire sobre los personajes ha sido retratado. El hecho de que Madrid sea uno de los principales destinos turísticos mundiales, es en gran parte debido a este óleo sobre lienzo de 3,18 por 2,76 metros pintado en 1656.

El relato que abre este "post" es un capítulo de mi inconclusa (¡qué raro!) novela "Las Novias de Luzbel", que ha su vez era parte de una inconclusa trilogía sobre los reinados de los tercer y cuarto Felipes de España. No podía sustraerme a incluir al maestro sevillano como personaje en la novela. Todo homenaje es poco para honrar el tremendo legado que nos dejó.

Grandes artistas posteriores rindieron también su humilde homenaje a esta obra magna. Este es el caso del maestro Salvador Dalí.




O el caso de Pablo Ruíz Picasso:


O el del maestro de la historieta de humor, Francisco Ibáñez, el Grande:


O el de ese grande del dibujo y el humor gráfico, Mingote:





Los chicos del equipo "Crónica", grupo de artistas de vanguardia de los 80, también se curraron unas cuantas versiones: 



Laurent de Brunhoff  y sus "Las Elefantinas" / Recreación simplista de un amante de los pictogramas
El grupo musical "Las Meninas Muertas" ensayando para su próxima gira.

Estos dos artistas nos presentan unas recreaciones un tanto surrealistas: la primera, basada en "Alicia
en el país de las Maravillas
", la segunda, con una infanta muy arácnida.

"Las Meninas y un servidor, Nicomedes" de 1954 / Ángel Arias y su "Intento de destrucción de Las Meninas".
Original su idea de vestidos translúcidos.

Cristóbal Toral con unas Meninas sin Meninas pero con montones de maletas y síndrome de Diógenes.
"Modernosas" versiones, hasta con iluminación a base de halógenos y neones.

Ramón Gaya "Pequeño homenaje a Las Mennas" / Onírica versión / "Las Meninas" de Araceli San Juan.


"Church Picnic" / "Relectura de Las Meninas" /  "Collage" con Perritos y un torete.

Y no podían faltar las consabidas versiones de los dibujos animados: La Cenicienta, Los Simpsons, Mickey, Pluto y Las "SuperMenenas".



Un bonito "fotovintage" preside variopintas versiones: Una de flamenqueo, otra tipo monigotes de plastilina,
una pelea titulada "After Las Meninas"... ¡¡Una orgía de luz y colosss!!

Dos estilizadas recreaciones fotográficas: La famosa de Joel Peter Witkin en 1987
y una campaña de moda de El Corte Inglés

Y nos vamos, como la puta tele, recordando a todas horas que estamos en crisis, tanto económica como social, con la estupenda "Las Mendigas" (2010) Puteo sobre lienzo de lino filipino. Desmotivante a todas luces. ¡Adiós, Fanzineros@s!... y no olvidéis abofetear cada día a un concejal o similar. ¡Porque tú lo vales y porque te lo pide el cuerpo!


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